martes, 17 de abril de 2012

El devorador humano

    
    Era un deslumbrante día de verano, el sol se hallaba impetuoso en los cielos. Me encontraba solo-como de costumbre- en mi caserón del bosque.
    Todo iba a la perfección, hasta que surgió desde las profundidades del bosque una mujer, -más bien, una jovencita-. Que estaba más desorientada que un sarraceno en la Antártida.
    Esta angelical muchacha se acercó a mí, y me preguntó algo presagiado a leguas.
    -¿Dónde estoy?-dijo, con un tono de dulzura indiscutible.
    -Estás en la gran “Rhitonada”-le dije.
    -Ya veo… ¿Cómo puedo llegar hasta la carretera principal?
    -Debes tomar ese camino-le indiqué con el dedo, en dirección norte atravesando una pared de árboles.
    -Bueno… en realidad… No quiero ir a la carretera.
    -¿Y dónde quieres ir?-le pregunté confundido.
    -Quería preguntarle… ¿Si puedo alojar por una noche en su casa?
    Cuando me hizo esta pregunta, puso la cara de una dulce niña a la que ningún hombre se hubiese resistido ante sus encantos.
    -¿Y tus padres?-le pregunté estupefacto.
    -No se preocupe-me dijo-Yo, no tengo padres-la muchacha se mostró apenada como si los hubiese perdido en un holocausto.
    -Esto… está mal-le dije, con mucha razón-Yo no te conozco, además eres sólo una niña.
    -Insisto en que no debe preocuparse, no le causaré ningún tipo de molestia.
    -¡Está bien niña!-exclamé, sabiendo que esto era todo un error.
     -Yo-, mejor que nadie, tenía el conocimiento de mis instintos salvajes y de qué podía llegar a suceder si la jovencita dormía en mi casa.

    Algo en mí, quería salir rápidamente e ir en busca de esa joven y quitarle su segura virginidad. Pero tenía que controlarme,  eso era algo que estaba mal o por lo menos es lo que pensaba en aquellos momentos.
    El caso era, -¿Cómo controlarme si jamás había sentido el calor de una mujer?-. Mi mente retorcida, me decía que me deleite con aquella muchacha -pero parte de mí-, controlaba esos deseos asquerosos y burdos. Muchas veces lo pensé,-créanme que así fue-, pensé en no ultrajar a la muchacha virginal. Muchacha que por cierto tenía un tono de piel blanco como la misma nieve, lacios y dorados cabellos, boca pequeña de tono rojo y hermosos ojos celestes.
   Después de mostrarle su habitación, nos dirigimos a la cocina. Preparamos algo rápido y empezamos a deleitarnos con uno de los tantos placeres de la vida.

    Ya era de noche, la luna se había arrimado empujando al sol y ya estaba completamente visible mostrando su cuerpo al desnudo en los cielos. Si había algo que escaseaba en mi hogar -eso sin dudas- era la diversión. Al estar en medio del bosque, mi casa no disponía de televisión por cable. Tampoco tenía juegos de mesa y ningún equipo de música. Mi vida era la de un ermitaño.
    La muchachita, sabiendo que no había forma alguna de divertirse, decidió irse a los regazos de su cama. Por otro lado, me quedé en la cocina controlando a esa fiera que tenía en mi interior, una fiera que ya no podía encadenar.
    Esperé a que ella se durmiera, para hacer lo que mi retorcida mente me obligaba a cometer. Era como si no pudiera dominar ninguna parte de mi cuerpo. Por más que intentaba, no podía controlar mis deseos incontrolables de quitarle la vida a aquella muchacha. Pero -antes de quitarle la vida-, también quitarle la pureza de niña que aún conservaba -“seguramente”-.
    Cuando ultrajé a la muchachita desgarré su vagina, y su ano ya no contaría la historia. Luego descuarticé su desarrollado cuerpo de mujer despojándole de sus frágiles extremidades. En esos momentos no podía creer que era lo que estaba haciendo, era tanta mi soledad en aquella enorme casa, que me había vuelto totalmente loco.
     Para no dejar evidencia alguna del homicidio, me comí su cuerpo en un estofado. Cada masticada con mis mandíbulas poderosas, le desprendía de su tierna carne de joven virginal. Carne que, por cierto, estaba deliciosa. Esta muchacha,  tenía el gusto de un tierno y exquisito cordero-sólo que de un sabor más grasoso-.
    Luego de mi acto me acosté a dormir en la reconfortante cama de la habitación.
 Pero lo que más recuerdo de aquel momento, es que cuando fui a pegar los ojos tenía escasos remordimientos de lo que había hecho.
    Por fin, había logrado estar con una mujer -por fin lo había logrado-. En un principio sentía culpa, pero después sólo me daba risa dado que le había hecho un favor a mi ser, y a ella-¿Quién iba a querer en este mundo cruel a una muchacha huérfana?-.
    Pasaron tres días ante lo sucedido. Cuando llegó la lúgubre noche, comenzó mi tortura eterna, tortura que me hacía dar cuenta el dolor que le había causado a aquella muchacha.

    Cuando dormía sentía que me destapaban, también susurros que viajaban con la brisa del aire que se filtraba por la ventana del segundo piso.
    Sin poder dormir  por este macabro juego de espíritus, decidí ir al baño que estaba a sólo unos pasos de mi habitación para lavarme la cara.
    Después de lavar mi avejentado y pálido rostro, cometí el error más grande de mi vida, -me miré al espejo-. Y cuando lo hice, apareció ella, desde las profundidades de quién sabe dónde. Con su cara falta de tejido cutáneo y llorando lágrimas de sangre. El susto fue tan grotesco que caí al suelo pareciendo un boxeador tocando la lona. Por otro lado, el ánima de mi víctima había desaparecido por completo, como si se hubiese disuelto en los aires etéreos.
    Luego me dirigí a la cocina, para quitarme el mar sabor de boca por todo lo sucedido. Y cuando abrí el refrigerador, estaba ella descuartizada y sin piel, con su sangre haciéndose notar a leguas. Sangre, que fluía por sus extremidades mutiladas.
    Este espíritu me atormentaba sin compasión. La misma compasión que yo no tuve al haberla asesinado.
    Lo único que atravesó mi mente ante todo lo que estaba sucediendo fue, implorar su perdón y quitarme la vida.
    Después de pedirle perdón a mi víctima y hacer las paces con los dioses, -si es que aún podía ser perdonado-. Decidí tomar el vetusto revólver de mi padre y quitarme la vida -como al cerdo que era-.
    Una vez que tenía aquel avejentado revólver en mis manos, titubeé muchas veces hasta que lo hice. Pero nada sucedió, la anticuaria arma hacía escuchar su riguroso sonido de estruendos infinitos, y yo no lograba quitar mi atormentada vida.

    A veces soñaba con la muchacha a la que había matado y al parecer, esta mujer era una enviada de los páramos distantes, una regente de los mundos bajos. Una adepta de los dioses de “Epimorden” que fue llevada por error a las garras de un asesino de mi calaña.
    En lo que respectaba a mí, me había marchado de la anticuaria casa para alejarme hacia otro sitio, lejos de la locura donde –quizá- alguna vez pudiese tener una oportunidad de redención. Llevándome conmigo el tormento eterno por haber matado a la hija de un supremo regente de las tierras bajas-como lo veía en mis sueños y visiones-.
    Nunca, he podido acostumbrarme al castigo de apariciones torturantes que recibía diariamente. Pero todo lo ocurrido sirvió de buena lección para los dioses.
    Una lección, para no confiar en todos los humanos –y, mucho menos- subestimarlos. Seguramente la próxima vez que envíen a otro hijo sagrado, lo harán a las manos correctas.


Licencia Creative Commons
El devorador humano por Damian Fryderup se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en almascondenadas-df.blogspot.com.ar.

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